BOGOTÁ, COLOMBIA. Existe o existía, en
algunos países de Latinoamérica, entre ellos, uno al que amo y respeto
con todo mi corazón: Ecuador, una ley que se refiere a la presentación
gratuita de todo artista internacional. Haciendo un resumen breve; dicha
ley trata de que todo extranjero, que hubiese ingresado al país a
realizar un show público o privado, adquiría el compromiso moral y legal
de llevar a cabo una presentación previa, totalmente gratis en un venue
(que no es otra cosa, sino un sitio específico, que el mismo estado
escogía), en este lugar el gobierno suministraba todo el requerimiento
técnico: Rider de sonido, tarima, transporte, logística y vigilancia.
Así, el artista solo debía proporcionar (además de su pasión), sus
instrumentos personales y desarrollar, con las ganas propias de quienes
aman su oficio, todo su talento. Con esta ley no había ninguna
excepción, desde el más encopetado, hasta el más humilde y desde el más
publicitado, hasta el más sencillo, tenía que respetarla y cumplirla.
Y fue así, que estando en una de estas
situaciones (realizar la actividad pública gratuita, en la ciudad de
Guayaquil, más exactamente en la explanada del parque Centro Cívico) que
me encontré en una de las circunstancias más difíciles, divertidas y
casi inverosímiles, de toda mi vida como músico.
Era el año de 1994. Yo debía hacer 6
presentaciones y en la noche del último de mis espectáculos, tenía que
llevar a cabo la actividad gratuita, a la que asistí con toda mi
orquesta y como la ley de un profesional manda: a tiempo y con las ganas
listas para hacer mi mejor trabajo. Me impresionó, confieso, la
cantidad de asistentes al lugar, pero me esperaba una sorpresa más
grande aún. En el sitio no había nada, y me refiero a las condiciones
mínimas para ofrecer el espectáculo que un público conformado, casi por
sesenta mil personas, merece. La comitiva del gobierno resplandecía por
su ausencia, no había sonido, logística, ni siquiera un micrófono para
dirigirme a esa multitud y explicar lo que estaba sucediendo.
Como es de esperar, la paciencia del
público puede ser contraria a su gratitud, siendo así que la primera se
agota con facilidad. Fue entonces que comenzó la lluvia de vasos, los
reclamos comprensibles y una rabia que iba en aumento. Pensé, que no iba
a salir de esa, ya que el conocimiento, que me ha dado la experiencia,
me ha dejado claro, que si el artista pudiese explicar a cada individuo
lo que sucede, todos entenderían. Pero... sabemos que la conducta del
individuo, cuando está solo es una, sin embargo, cuando se deja llevar
por la masa, su voluntad se contagia, y la violencia es un mal bastante
pegajoso.
Hasta el más pasivo de los seres,
fácilmente, puede desatar una catástrofe en medio de un tumulto
enardecido, por no recibir el espectáculo que se le había prometido y
que justamente merece, pero, que no había forma de llevar a cabo. Fue
entonces, y ante la creciente promesa de que el ánimo de los asistentes
iba a empeorar, que me vi forzado, acompañado únicamente por mi
seguridad personal, a salir del recinto, confiado en que las autoridades
pertinentes arreglarían una nueva fecha y hora para que yo pudiese
honrar dicho compromiso. Aún así, y mientras me marchaba, traté de
manejar la situación de la mejor manera, para evitar desmanes y cosas
que lamentar por parte de un público, que en ese momento, ya imaginaba
lo que estaba ocurriendo y que además, sabía, que se quedaba sin el
espectáculo prometido; como una novia plantada en la puerta de la
iglesia, o una viuda prematura. Aunque era peor para mí, porque yo solo
quería gozarme esa noche.
Pero, la cosa no termina ahí, mejora
tanto como empeora. Siendo así que, y cargado con esa adrenalina que
acababa de elevarse en mi torrente sanguíneo, me dirigí a otro punto de
la ciudad (exactamente a un recinto llamado Naranjal) a realizar el show
pago, para el que había sido contratado. Aquí, todo fue distinto; cada
cosa estaba donde debía: sonido, luces, micrófonos, logística,
propiciando una situación totalmente distinta a la anterior. Cerré,
entonces, con broche de oro, lo que con orgullo llamé una noche
¡Espectacular! Con un público tan entregado que hasta el día de hoy,
sigo recibiendo todo su apoyo y todo su amor.
Con la satisfacción del deber cumplido,
me fui feliz para el hotel ¡Habíamos Triunfado! Si la memoria no me
falla, el hotel, estaba a dos o tres horas y media del sitio del evento.
No habíamos avanzado demasiado, cuando noté que, poco a poco, el
tránsito se hacía cada vez más lento. En nuestra Latinoamérica, no
resultan extraños los retenes en horas de la noche y la madrugada, para
mantener el orden y la seguridad, rescatando las carreteras de la
presencia de conductores que están bajo los efectos del alcohol ¿Quién
de nosotros no ha pasado por la requisa, o las pruebas correspondientes,
para constatar que está libre de todo amorío con el licor?
Sin ser ajeno a lo anterior, le dije a
mis compañeros de viaje, quienes eran: mi manager; Milton Adames, el
conductor, y el copiloto (que hacía las veces de mi guardia personal),
que me sentía muy cansado y que le haría caso a la idea de tomarme un
sueño restaurador en esas dos horas que duraba el trayecto de regreso al
hotel, y así lo hice, acomodándome, lo mejor que pude, en la parte
trasera del auto, dando por hecho que la noche había terminado. Pero, a
diferencia de lo que imaginé, todo estaba muy lejos de llegar a su
final, y mucho menos para mí.
Pocos segundos pasaron desde el momento
en que cerré mis ojos y el instante en el que percibí que algo extraño
sucedía; el retén al que habíamos llegado ¡Oh Sorpresa!, no era uno de
los retenes comunes, sino todo un dispositivo policiaco, tras la captura
de un delincuente muy buscado que, con seguridad, tenía que tratarse de
un gánster, un narcotraficante, incluso un asesino en serie. La
revisión era exhaustiva, prácticamente una redada. Se revisaba,
centímetro a centímetro, cada auto y cada pasajero. El vehículo en el
que yo viajaba no fue la excepción. Uno a uno fueron identificados mis
tres compañeros de viaje, y cuando con su linterna, el oficial a cargo
de la captura del temible criminal, alumbró al cuarto tripulante del
vehículo, que iba durmiendo, mi seguridad se interpuso de inmediato,
como si yo fuera un emperador o un rey al que no se puede molestar y le
dijeron al oficial:
-No, a él no, el es el Maestro Wilfrido
Vargas- Y fue aquí, donde comenzó la parte más penosa, pero también la
más desconcertante de esa noche.
Con su linterna, encandilando mis ojos, y en su lenguaje, el oficial alertó por radio:
–Objetivo localizado, aquí está ese al que buscamos-
Y resultó que era a mí a quien ese dispositivo de seguridad debía capturar. El motivo, informó el oficial:
-Haber incumplido la ley nacional y no
haberse presentado en el evento gratuito que le habían asignado. Queda
arrestado, señor Vargas- De ahí en adelante, todo fue una locura.
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